Cada cierto tiempo, mientras mi má leía Cien Años de Soledad, ella se detenía porque las lágrimas le impedían ver el libro y nos llamaba a mi hermana y a mi “vengan para que les lea esto!”. Pocos años antes el llamado se había vuelto común – antes de entrar a la primaria mi libro favorito era El Quijote – pero ahora había algo de urgencia en su voz. Éramos muy pequeños aún y aquellos pasajes eran tan grandes… Cuando viajé a Río de Janeiro quizo la fortuna que pasara por Bogotá, Colombia. Mi plan era buscar una librería a toda costa. Quería comprarle a mi má una una copia del libro, pero ahora impreso en la tierra de García Márquez, para luego intercambiárselo por aquél viejo libro, todo mallugado, sin espina y deshojándose como árbol viejo, en el que leímos todos por primera vez la obra que terminaría unificándonos a todos como Nación Macondo. Mi hija leerá ese libro no como una obra de literatura, sino como la declaración de interdependencia en la que se metamorfoseó. Mi abuelo era un Buendía. Mis padres eran Buendía. Orgullosos todos nos paramos y nos llamamos Buendía. Lloro al padre de mi patria de alma. Lloro al héroe que nació en Colombia y murió en México sin dejar de ser el mismo Macondo. Lloro a mi querido Gabriel García Márquez.
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