Porqué dejé Facebook

Facebook ha ido cambiando cada vez más para complacer a todos. Y eso es malo, malísimo. Hoy es tan malo que hasta pensar en él provoca un escalofrío. Y todas las compañías que tienen el incentivo de complacer a un expectro muy amplio de consumidores han terminado y terminarán igual de mal.

Hace una década, había pocos usuarios relativamente hablando. Eran nerds y decían muy poco. Luego llegaron los juegos y la consecuente invitación de los menos letrados ahora a jugar con pollitos y granjitas. Las primeras broncas fueron para que los advenedizos limitaran sus invitaciones a jugar esas atrocidades. Eso generó facciones: los que jugaban y los que se quejaban del ruido de los juegos. Hasta ahí, nada diferente al mundo real. Pero conforme fueron pasando los años, se fueron sumando más y más usuarios. A Facebook le interesaba que todos estuviesen conectados con todos. Al inicio, los amigos contábamos ahora con una manera de comentar y mantenernos al día.

Y de pronto… ¡ZaZ! La primera desavenencia exclusiva del nuevo “medio”. Hace más de un lustro, alguien empezó a quejarse de que se hería su sensibilidad. Puede haber sido de muchas formas: un post hirió su religiosidad, un comentario se tomó de la manera equivocada, alguien “se empezó a poner el saco” y se sintió aludido. Una vez, es perfectamente normal. Es natural decir algo y que alguien se moleste.

Pero despues de todo, todo se arregla platicando ¿o no? Pues no, chingá. En Facebook se escribía y se leía, nomás. No se hablaba. Y los lerdos, los lentos, tienen toda clase de pedos para entender el sarcasmo y la ironía, y están físicamente impedidos para entenderlo por escrito porque no pueden ver y oir a su interlocutor, no habiendo evolucionado de su etapa infantil en la que volteaban a ver a los demás para tener pistas sobre reír y llorar. Se encabronan. Vamos, se encabronan en la vida real, pero la burla y el escarnio general los ponen en su lugar, y se van por piés a sus guaridas, mascullando una respuesta que debería ser ágil y termina por macerarse días o semanas, y al fin se agria lo suficiente (y los lerdos se apartan) o se olvida (y los lerdos se miden al volverse a ver). Pero no, no señor. Facebook encerraba en un lugar muy, muy apretado a todos los “amigos” por igual. De forma que si salía el lerdo, el muy idiota no podía salirse, y seguiría viendo los comentarios del procaz hasta que el encabronamiento fuese épico y explotaba el muy imbécil. Empezaron los “unfriend”.

Hasta ahí, todo requete bien. Nada más cómodo que un “unfriend” de un idiota ¿cierto? Además, el mentado unfriend servía como advertencia, pensaba uno. Y sí, la advertencia no pasó inadvertida y todo el mundo empezó a morderse los dedos para no comentar y seguir hiriendo suceptibilidades. Ahí empezó la hecatombe.

Ese pinche regreso al jardín de niños, carajo. Nada más temido que un chiquillo dijera “córtalas” y dejara la amistad tirada en el piso de cemento pulido, aderezado de lágrimas, mocos y juguetes insulsos. La semántica es cabrona, me cae, y Facebook lo sabía. Invitar a alguien a ser “amigo” ERA SER SU PINCHE AMIGO y quitar esa conexión en un pinche sistema ERA DEJAR DE SER AMIGO, NO MAMES QUÉ CABRÓN.

Luego, como era de esperarse, las mujeres. La estadística de usuarios hace una década era una abrumadora mayoría masculina. O arreglamos las cosas hablando, o a chingadazos. Nada de insinuaciones ni rumores. Pasaron apenas 2 o 3 años y ya estábamos casi mitad-y-mitad de ambos géneros. ¿Y qué pasó? ¡Pues lo que tenía que pasar!

Llegaban a mis oídos noticias de que éste o aquel “hombre-beta” le habían prohibido usar Facebook porque había dado “amistad” a su compañera de trabajo, a su “ex” o a una amiga. Empezaban las advertencias del tipo “ofendiste a mi amiguita” o ¡peor aún! “no comentes en esto o aquello” o “comenta pero dí algo así”. Empezaron los estados, ya clásicos, que no decían nada pero decían mucho “me siento mal”, “ya no puedo”, “me pasó algo feo”, “digo esto porque alguien me va a entender” (pero los demás no). Todo esto muy propio de los baños, pero ¿A quién le interesa meterse a un baño a platicar enmedio de esas excrescencias?

Yo, alegremente, mandé siempre a la chingada a tales comportamientos. Eso me permitió seguir siendo la misma persona, y escribir o decir lo que me venía en gana. Tal vez porque siempre conté con mi propio dominio de internet y mi blog personal. Pero a muchos siempre se les hizo difícil la independencia, y salir del sótano de la casa paterna (o de Facebook) era requete-difícil. Imposible.

Luego añadieron los pinches “me gusta” y controles para dejar de ver los comentarios de los incómodos. De forma práctica, la gente se organizó en sus propios “espacios” sin necesidad de “unfriends”. ¿Porqué fulano o sutano no comenta? Porque ya no te vé. Simple. Y así empezaron a fortalecer su sentido de tener la razón y los demás no, porque ni los veo. Una interacción directa con un usuario fuera de un espacio significaba la guerra, o el desdén.

Ya instalados en sus curados espacios, llegó la política de identidad. Si la gente se sentía segura, incólume, hablando con certeza de sus preferencias, y rodeada de un coro y aplausos, entonces tenía LA VERDAD y los demás, pues no y que se jodan. Fue por esos tiempos que muchos empezaron a tomarse muy en serio a Facebook. Veían tracción, arrastre, importancia y hasta alabanza. Nada más chingón que ser admitido en una tribu, y mientras más se acepten los ritos de esa tribu, más aplausos. Ahí vino lo tenebroso.

A estas alturas, y viendo lo amarrados que estaban los usuarios, principalmente aquellos que nunca contarían con los medios tecnológicos para seguir en contacto con los demás, a Facebook dejaron de importarle sus propios usuarios. Se empezó a llenar de clientes y a los usuarios les quitó hasta la opción de ver los contenidos de sus amigos. Reorganizó los comentarios de forma que aparecen los que generan más interacciones, y hacen que se pase el mayor tiempo posible en el sistema. Incluso si no se hace nada, se reciben notificaciones que obligan a revisar, y volver a revisar lo que hacen los demás.

No niego que hice unos cuantos pasos, de esos en los que se camina alrededor de un cuerpo de agua y se moja la punta del pié para ver su temperatura. Escribí y comenté usando hashtags, indentíficándome con grupos y corrientes. Se sentían bien los “me gusta” y hasta los “amigo voy a tomar lo que escriste y lo voy a compartir”. Pero todo eso carecía de originalidad, y por tanto, de mi individualidad. Me dí cuenta a tiempo, y vi como se desvanecían personas, se disolvían en esos grupos, tomaban aquellas identidades. En persona, cuestioné si de lleno se habían mimetizado, y en secreto admitían que no, pero si lo decían en voz alta serían despedidos y el miedo estaba cabrón. El terror…

Todavía faltaba lo peor. Leyendo mis propios contenidos advertí que estaban cada vez más incoloros, insípidos. Luego voltée y ahí estaba toda la sociedad, en espacios impermeables. Radicalizados en su apoyo a unas causas y en su condena de otras. Siempre causas ajenas, no propias.

Las elecciones más recientes terminaron por hacer más evidente lo fácil que la gente es manipulada. Ya no se lee otra cosa que reacciones, que es el signo más claro de manipulación. Puras reacciones. Reacciones a todo. Nada original. Hasta las fotos tienen que ser iguales a las fotos de los demás.

Y le dije adiós a Facebook. Ya no lo leo. Ya no pelo las notificaciones. No voy a borrar mi cuenta para que no sea manipulada, y voy a poner ahí una liga a lo que escribo en mi blog, pero sin ver las reacciones.

Y me siento muy bien. El hábito de revisar que sucede se quitó en un par de días. Y una semana depues se siente una libertad que parece desmedida, pero es natural.

Esa libertad se había olvidado, pero siempre había estado ahí.

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